Agenda del Desempleado


Agenda del Desempleado, libro del poeta nicaraguense Juan Sobalvarro

Por Eugenia Toledo Keysler

Hay gran intensidad de imágenes en este libro llamado Agenda del desempleado (Managua: 400 Elefantes, 2007, 59 pp.) de Juan Sobalvarro quien es también coautor de la película nicaragűense,  muy bien conocida por estos medios estadounidenses, titulada “La Yuma”. Un lirismo libre y elusivo sobresale entre las cortas secuencias prosódicas con que presenta la ciudad de Managua que podría ser cualquier capital del tercer mundo. Los paisajes tanto humanos, como los escenarios en que transita el hablante de estos textos, se disuelven con el ejercicio de la rutina, bajo el difuso habitar de una ciudad llena de fracturas y violencia en sus junturas.
    Los escenarios son perfectamente identificables a pesar de la fragmentación de la obra; la pluma que escribe crea espacios que en varias instancias son cortos “sketchs” o esbozos teatrales de la vida en la ciudad; para citar algunos nombro: “El ángel del televisor”,”Cuando uno empieza a hablar solo”, “El día para repetirse” y “Del desempleado R#204854”.
    Estos espacios referenciales por los que va paseándose el escritor, meditando o relatando, son  las calles, los buses, la gente sin trabajo, el lago, etc. La ciudad se torna en una especie de infierno amarillo donde nada se espera ya: está constituida de visiones de mundos rotos y frustraciones personales en sintonía con un lenguaje que se va también estragando junto con las situaciones:
    “La gente tiene color de grasa y penumbra. Tengo veinte pesos en la mano para pagarme un Quesillo y vi por precio de uno, nacer el arte.La mujer me sirve con la mano pelada, las uñas negruzcas….” (P. 19)
Este proceso de desintegración lingűística no es indicada por el autor, simplemente  producida por su mano. ¿Y cómo lo hace? Pues descomponiendo los modos de representación convencionales o estrictamente literarios: “Recuerdo cuando era escritor./…/ Ahora no soy yo el que escribe, este texto fluye a su capricho, y a lo más que he llegado es a prestarle mis manos para su vivir”. (De “Sin riesgo”, p. 46)
    Los códigos citadinos cumplen la acción de dispersar el lenguaje de sus textos y dejan –literalmente—al aire las heridas del “cuerpo/ciudad”. Diluye conceptos convencionales para ampliarlos (como el nuevo concepto de margen o marginalidad que hablan hoy día los sociólogos) y presenta desde sus cortos discursos o desde el lenguaje mismo, una urbe completamente anestesiada, una urbe no dividida en partes, como centro, barrios, etc., sino una urbe/ totalidad; aquí hay una voluntad estética que recupera las ruinas de una ciudad que ha sido arrasada por una guerra tan devastadora como un terremoto, tan sicológica como económica.
    Así es como en estos fragmentos escritos por Juan, el lenguaje se sorprende a sí mismo, haciendo aparecer el inconsciente y la derrota de la razón. No explotan bombas en estos textos, pero se escucha sus resonancias y las asociaciones libres que cada lector  puede hacer con su propia experiencia y la experiencia de la lectura. Sobalvarro juega todas sus cartas en el deslavo del lenguaje, entre uno y otro texto prosódico, donde cada meditación, historia o idea pareciera naufragar con una identidad separada al conjunto que componen. La experiencia se abre como un abanico. Las manifestaciones son muchas: mendicidad, pobreza, prostitución, infantes en las calles, embriaguez, accidentes, suciedad, olores lastimosos, robos hasta de piedras!, polvareda, falta de agua o lluvia copiosa, decrepitud, la irrresponsabilidad del “uomo” político con una nuez en el cerebro y el dolor, casi sartreano:
    “Lo peor…..son sus moscas, el enjambre de bichos que danza en torno a la pústula hedionda de lo que parece.” (“El olor de la lástima”, p. 51)
    Finalmente vale repetir que este libro sigue la estética literaria del siglo XXI.
    Los conceptos usados en el siglo XX ya no sirven en su totalidad para estos tiempos.  Muchos textos llevan hoy día a la suspensión de un lenguaje rutinario para entrar en nuevas percepciones y travesías a través de metáforas, imágenes y símbolos. Las relaciones no son fáciles, no es fácil presentar un testimonio de las carencias y la demencia de una gran cantidad de la población en el mundo o reconstruir la desintegración de ciudades como Managua. Es el desequilibrio de un tipo de sociedad que ejerce control sobre todos, aunque no todos gozan de sus supuestos beneficios que produce la llamada riqueza social: el derecho a salud, vivienda, empleo, educación, etc. Todos viven de una u otra manera la “disfuncionalidad”, todos constituyen “el desempleo” o las diferentes formas de los que no tienen voz ni voto.
    La poesía es una cadena de pensamientos a veces incongruentes. Un poema es un pensamiento que da vuelta la esquina y muestra lo bello, lo feo, lo hondo, lo sinsentido, porque lo feo es también estético. Describir un accidente, subir a un bus, mantener una conversación sin sentido con un beodo, son elementos de la vida diaria que revela el autor. Una enfermedad es parte del esteticismo. Un poema es un cuerpo de palabras, lo mismo que una ciudad es un cuerpo.
    Y estudiar una ciudad, un país o una sociedad es como estudiar una enfermedad. Las enfermedades se desarrollan, debilitan, dividen, deforman. El concepto de ciudadanía cambia o simplemente no existe. Alguien dijo , es decir, la suma de nuestras enfermedades, experiencias o pasado, manera de actuar, educación, antepasados; la suma de nuestra geografía y nuestro entorno; en efecto, el entorno y el lenguaje –tan vívido en la percepción de este libro de Sobalvarro- es nuestra segunda piel y refleja nuestra identidad. Una ciudad es un estado mental alimentado por emociones negativas, según el autor.
    Otros autores latinoamericanos que en este siglo han tratado o están tratando en sus obras este tema, y que se pueden mencionar, son la chilena Diamela Eltit, Alejandro Zambra, el poeta Rodrigo Morales, Fernando Vallejo de Colombia, los poetas chinos actuales y muchos otros de diversas nacionalidades, incluyendo el periodista/poeta urbano, traductor francés Stephane Chaumet que ganó una mención después de aparecer en el Festival de 2009 de Medellín con su obra. Todos ellos  han abordado y tratado de darle sentido a la “urbanotopía”  y su lugar en las sociedades imperantes, porque es un tema muy importante para el ideal de la construcción de vidas y urbes sustentables:
    “Cumplo mi jornada laboral diaria, por tanto, ¿soy empleado? Lo cierto es que cabe el recurso de no estar donde se está. Lo cierto es que siempre he sido un infiltrado. Porque la máquina espera de nosotros determinados roles, pero se puede disimular la fe.”(de “Quietud sin paz”, p. 57).
    “Nada hay peor en nosotros que nosotros mismos. De eso nadie se salva. Así recluidos, sólo sabemos dar lo que las paredes, aspereza.” (De “Vecino al hartazgo”, p.13)

* Eugenia Toledo es Ph.D. en Literatura del Renacimiento Español, y además tiene un M.A. en Literatura Latinoamericana. Vive en Seattle con su familia.Es poeta, maestra y crítica literaria. Ha recibido premios de la ciudad de Seattle para dos proyectos de libros y,  recientemente, ha sido incluida entre otros 39 poetas representativos del Estado de Washington, USA en una Antologia poetica llamada “New Poets of The American West”.

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Agenda del desempleado: De la ciudad y el hombre

Por Horacio Peña


La imagen surrealista del comienzo se continuará a través de todas las páginas de este texto alucinante, en donde el sueño de la razón crea monstruos. El protagonista está acostado, y esta placidez, o más bien terror, de no estar ni dormido ni despierto, vivir en el limbo, le provoca sueño, origen de todas sus pesadillas que son comunicadas al lector o lectora en un lenguaje que hace añicos la imagen, hace añicos la palabra: “Voy corriendo entre nebuloso y aburrido por un camino desolado, pensando que la gente me ve”, ese correr no termina. En ese viaje todo sufrirá una metamorfosis kafkiana: la ciudad y el hombre y la mujer que la habitan. La ciudad ocupa un lugar importante en este relato, la ciudad es el teatro, el escenario de ese absurdo que ocurre a cada instante.
    El lector o la lectora tiene que abandonar toda lógica antes de entrar en este torbellino, la lógica no le sirve para nada ante estos acontecimientos que se suceden el uno tras el otro. Pareciera que Juan Sobalvarro practicara una escritura automática, mecánica, de dejar ir la pluma y la palabra, salga lo que salga, “el texto fluye a su capricho” (página 46.). Pero no nos equivoquemos, detrás de esas imágenes perturbantes y perturbadoras hay una voluntad de hacer decir a la imagen y a la palabra, cosas que no están ni en este mundo ni en el otro.
    Todo el texto está acompañado de una sensación de terror, de lo absurdo. Lo que nos parece una lectura normal, de pronto se rompe, se rompe el hilo de la razón, y Sobalvarro nos lanza a un mundo desquiciado, donde el absurdo es la norma, donde el terror nos rodea, el terror nos aguarda, y está detrás. Está en todas partes. Es un terror físico y metafísico. La ciudad, el paisaje, la calle, nos produce una angustia mental, una inquietud que no se había sentido antes, y no tan solo la ciudad, sino que los seres que la habitan, que mueren en ella día a día, también nos afectan con sus acciones, con su diálogo. El lector o la lectora, se dice: “No seré sorprendido, sorprendida, por la próxima escena, pase lo que pase, estaré alerta, para hacer frente al absurdo”. Todo es inútil, la palabra, la palabra de Juan Sobalvarro, la imagen de Sobalvarro nos desconcierta, nos sorprende y nos arrastra en ese viaje cargado de visiones y espejismos.
    Pero ese surrealismo de la imagen, esa escritura automática, inconsciente, aparentemente, está ligada, nace de una realidad cruel, amarga, que es la realidad del desempleado, que se ahoga en una realidad abrumante, que lo huerfaniza de la razón, de la lógica, porque esta realidad, la realidad del desempleado, es un monstruo de mil cabezas, que lo reduce a la nada. Es un viaje que se hace en un bus fantasmal, los pensamientos, y la gente y sus pensamientos van en “vagones de un tren sonámbulo” (p.49).
    A esas líneas del absurdo que cruzan estas páginas, hay que agregar la línea de la violencia: una violencia mental, verbal y física, que ejerce el hombre contra todos los demás, a una violencia recíproca, que no tiene fin, hay que agregar la violencia del hombre contra la ciudad y la ciudad contra el hombre. Recordemos que uno de los elementos del absurdo es la violencia, y aquí se dan y van de la mano hacia la destrucción de una sociedad injusta.
    En esta crítica a nuestro mundo, representado por el mundo nicaragüense, porque nadie se puede escapar del mundo en que se vive, nada ni nadie se salva: el falso civismo, el falso concepto de patriotismo y la idea de patria, usada como un objeto más, por los políticos, el presidente, el jefe de partido, el prócer, encuentran el dedo acusador de Sobalvarro, un patriotismo lleno de tufo, patriotismo que hiede y está podrido, como hiede y está podrido el lago, otro símbolo de la realidad.
    Hay en este texto, Agenda del desempleado , una novedosa adjetivación, adjetivos de olor y de color y de hedor, que describen el espacio real, un espacio que de tan surrealista se transforma en superrealista, veamos algunos ejemplos: “La carne polvosa de la tarde a orillas del Lago Xolotlán” (página 6); las horas olían a cemento (15); “se siente nombrado en un espacio cafesusco que entona hedores veteranos” (18); “la gente tiene color de grasa y de penumbra” (19); “el vaso de ron espera como si contuviera la tarde en su interior” (54).
    Son los olores, hedores y colores, de un mundo que está al borde de la destrucción, o ya ha sido destruido.
    A la obligación moral que sienten algunos de evitar que el mundo se destruya, existe la otra obligación más radical y desesperada: destruir el mundo, para crear uno nuevo. Hemos perdido el paraíso y éste solo se recobra con la destrucción de lo que ahora se detiene. Sobalvarro parece inclinarse por la primera posición, reconstruir lo que se tiene, de esa maldad que nos agota, hacer salir la salvación.
    Al dicho sartreano, “el infierno son los otros”, Sobalvarro opone, el infierno somos nosotros mismos, y en las palabras del autor: “Nada hay peor en nosotros que nosotros mismos. De eso nadie salva” (13).
Hay, sin embargo, atisbos de salvación, incluso el escribir podría ser una tabla de salvación de ese náufrago del infinito, aunque a ratos se dude de esta posibilidad de redención a través de la palabra. Hay aquí y allá símbolos de salvación: el ángel, Dios, el lector o la lectora podrá encontrar otros que nos rescatarían del infierno: El ángel del televisor , abriría el camino a un nuevo “yo” o “nosotros” o “ellos, ellas”. Todo es una falsa esperanza.
    Nuestro ángel es un ángel abrumado por el cansancio, “llevaba las alas empapadas” (15), empapadas, agua, símbolo de vida, pero que aquí podrían significar un peso, un obstáculo que impide el vuelo del ángel. “Una voz me dice: apaga el televisor”. Y la imagen del ángel desaparece envuelto en luz y tinieblas. Dios da sentido a la vida, y este hombre que se pregunta el porqué y el para qué de lo que sucede, un hombre “desdenoso de toda fe” (33), tal vez sería capaz de encontrar respuesta, o respuestas, pero para él “la idea de dios (en minúscula) es algo que en nada me desafía” (34). ¿En dónde está esa palabra salvadora? El protagonista la encuentra en el amor “mi vida es algo que me complace tener para darla a las personas que me aman y amo” (35).
    Se pierde la identidad, te la hacen perder, el desempleado no tiene cara, solo tiene dolor, el desempleado es un número, la historia de ese número es trágica. Sobalvarro no deforma la realidad, eso sería un juego muy fácil, lo difícil de la realidad es enfrentarse a ella día a día, asumir la identidad del otro, ser el otro, ser todos los otros. Todos los desempleados. La historia trágica de todos, es la historia trágica de la ciudad, del mundo.
    Si hay reflexiones sobre la vida, también hay reflexiones sobre el arte de escribir, el escribir y la vida, “no hay arte sin riesgo, ni belleza que evada su impuesto de melodrama y cursilería”, 46).
    Agenda del desempleado nos revela las vidas marcadas, la vida-número, el anonimato, la muerte del cuerpo y del alma. Todo es un espacio cerrado que el escritor trata de abrir, de encontrar una salida, y en ese laberinto el lector o lectora debe entrar prevenido, prevenida, porque si la palabra desconcierta, también las imágenes nos lanzan a lo imprevisto. Sobalvarro nos muestra el mundo en que vive, no tan solo el desempleado, sino el mundo en que vivimos todos. Un mundo desesperado, “la mano que nos toca en la noche y nos descubre muertos: (36). El libro se cierra con una imagen apocalípticamente visual, abierta a la destrucción total o a la esperanza: Alguien pintó un repentino sol naranja en el cielo”.
    El lector o lectora escoja su propia interpretación, que lo llevará a su salvación o condenación, que es la salvación o condenación de su propio mundo.

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La agenda de Sobalvarro

Por Luis E. Duarte

Breve ensayo con correcciones para la presentación del libro Agenda del desempleado de Juan Sobalvarro, leído  el siete de septiembre en la Galería Epikentro de Managua.
    Después de un poemario, un libro cuentos y una novela testimonial, Juan Sobalvarro publica Agenda del Desempleado (Ediciones 400 Elefantes, 2007), una propuesta literaria arriesgada sobre el individuo, la urbe y el desencanto postmoderno.
    Un hombre y una ciudad son protagonistas y escenario de un fin y comienzo de siglo. Esta es la lectura primigenia de Agenda del Desempleado, una colección de textos literarios difíciles de encadenar en cánones literarios tradicionales porque es a la vez poema, prosema, relato, crítica, comentario, cuento y leyenda urbana.
    El libro presentado en fragmentos, tiene síntomas de enfado y desencanto en un escenario común como es la caótica Managua, urbe de un país en vías de desarrollo, palabra que parece eufemismo en un texto desprendido de contemplaciones localistas y que se expresa con latente pesimismo, propio de una generación renuente a mitos y metarrelatos. Así describe este autor su visión más cotidiana:
    “Estas tierras no son de nadie, la gente aparejó sus tablas y se dispuso a vivir. A ver qué pasa. Porque no es en ellos natural abandonarse. Algo se hace o como sentenció el poeta: uno hace lo que puede (…)”
    El libro, cargado de simbolismos como de expresiones laicas, habla en este pasaje no de una “tierra” porque no hay pretensiones nacionales como ocurre muchas veces con esta sinécdoque localidad-país. Tampoco representa un localismo cualquiera, de esos heredados del imaginario rural, muy arraigado en la identidad literaria nicaragüense (p. ej. Por los Caminos Van los Campesinos, De Tierra y Agua, etc).
    El lugar aquí descrito es un espacio caótico, polivalente y confuso, puede ser la ciudad como el barrio. Es un espacio sin identidad definida que se transforma según los sujetos, porque en realidad, la ciudad es un sitio de identidades dispersas.
    Por eso, en la Agenda del Desempleado no hay mediación entre el sujeto y su contexto urbano, está lejos de ser un relato de personas específicas, es más una serie de relatos sobre los sujetos que se fragmentan según su relación con los espacios que encuentran en una misma ciudad, el libro es una descripción  del fenómeno urbano abordado desde lo literario.
    No hay un hilo conductor entre todos los textos, pero la evidente sumisión al paisaje urbano, sólo da lugar a reflexiones existenciales de  individuos anónimos y complejos que son a fin de cuentas partes de un todo. Managua es la unidad que organiza lo disperso.
    Todo inicia con un fin puro: el del relato individual, el más transparente por ser el más egoísta:
“Estoy acostado, pensando en lo fatal que es la vida. El tema es decepcionante y aburrido y me satura con una paz desquiciante”.
    Pero el individuo que inicia a caminar por las páginas del libro desaparece en su contexto. Tanto que otros individuos toman su lugar y protagonizan las historias anónimas —los desempleados siempre son nombrados con un número que los identifica o como un grupo sin rostros específicos,  por ejemplo, las trabajadoras de una fábrica en la Zona Franca:
    “Son mujeres hechas, entrenadas de vida, comedidas de placeres, conocen todos los envases, todas las etiquetas. Y saben que la esclavitud no es un drama”.
    Esta frase trae consigo la provocación, igual llena de certezas o desaciertos pero con la función de polemizar no sobre los estereotipos cotidianos sino sobre los modelos urbanos a la disposición.
Igual se habla de los rótulos capitalinos, esas “luces que la maqueta urbana inventa”, como artefactos inútiles para un sujeto sin la esperanza del consumo.
    La Agenda del Desempleado es sobre todo un texto de paisajes urbanos representados como escenarios fragmentados. Se trata de una recontextualización de los espacios comunes pero llenos de anonimato como mercados y fábricas, o convertidos también en lugares de distanciamiento entre el individuo y su mundo inmediato.
    El libro pone en la lupa una ciudad reconstruida por sus protagonistas: el desempleado, la trabajadora, el político, el ladrón, el hombre borracho que va en una calle y reta a un ladrón a que lo mate:
    “Así el barrio es costra encarnada al corazón tieso de Managua. Como asilo de pretéritos. Sumidero de especies humanas mal facturadas. Mientras la Managua se tornasola entre acrílicos and smoking y el nylon embute vítreos muslos de reciente promoción”.
    Por tanto no es casual que la Agenda comience desde el individuo empequeñecido por el mundo que lo rodea, una ciudad en caos permanente, para pasar a su paráfrasis en la experiencia ajena y terminar en el punto de encuentro: la ciudad misma.
    Aunque la Agenda del Desempleado no abre un capítulo en la literatura de postguerra o postmoderna —apellidos sobran para mencionar a la nueva generación de autores— y es continuidad de las experimentaciones vanguardistas de hace medio siglo, presenta un síntoma común en la novísima literatura nicaragüense –pero no me arriesgo a decir que es una tendencia–: Expresa un deseo de recontextualizar los escenarios nacionales, la búsqueda de nuevos arquetipos y una necesidad de reconstruir identidades modernas más allá de los relatos tradicionales.