martes, 13 de julio de 2021

La pequeña travesía “Stephen King” en Managua

 


Juan Sobalvarro

Por aquello de que "es un autor comercial" nunca había leído a Stephen King. Wikipedia así lo reseña: “Desdeñado por críticos y académicos literarios por ser considerado un autor «comercial»”. Experimento algo de rubor al confesar que he actuado en obediencia a un prejuicio. Además, las abundantes películas basadas en las obras de King me permitían suponer que bastaba con ver la película para conocer el libro, el desdén había hecho su trabajo.  Es este un ejemplo de cuando el prejuicio nos castra algo.

Si embargo, mientras las películas operaron en un sentido negativo, las series hicieron lo contrario. Fue desde Under the dome que me planteé buscar alguna novela de King, solo como experimento. Si al final en mi adolescencia me había leído chorros de novelas de vaqueros y policíacas, y lo disfruté un montón, de hecho quisiera haber leído más, al menos el doble de lo que leí. Ese era el itinerario de mi razonamiento, para pensar en la posibilidad de leer a King. Y esa idea fue más insistente después de series como Mr. Mercedes, The stand y The outsider, aunque nunca fue suficiente, siempre lo dejaba ahí en la gaveta de los eternos pendientes.

Fue por una especie de nostalgia, que es por donde lo emocional ataca con más efectividad, que busqué un primer cuento del autor para leerlo, incluso después de la película, así llegué a una versión digital de The body. Y me lo leí de un tirón, como si no hubiera visto la película, que es de por sí bastante fiel al libro, incluso en la escena de la descomunal vomitada, el cuento dentro del cuento.

Con la serie Lisey’s story, el asunto se hizo impostergable y salí a la calle a buscar cualquier libro de King, aunque fuera el más vanal. Tenía la convicción de que sería fácil adquirir uno en los libros usados. Visité los puestos del mercado y en el primero escarbé como un minero entre la más añeja polilla. El vendedor, al ver mi dedicación, me abrió lo que sin duda era su arca perdida, un cajón que olía a orín de rata materno, el sarcófago de los últimos secretos. Ante la frustración, tuve que confesarle al propietario que buscaba un libro de Stephen King. El hombre me miró con ojos de precipicio, me tomó de un brazo como para apartarme de algo y en un extraño susurro me dijo que no tenía libros del autor. No logré entender tanto misterio, aquel hombre parecía indicarme que aquel nombre no debía pronunciarse en voz alta o que aquella literatura era mercancía ilícita. Este maje si está bien pelado, pensé y me transporté a un segundo puesto de libros.

Ya con la marchanta del otro tramo fui directo: Busco algún libro de Stephen King, le anuncié. La mujer bajó primero la vista, luego la disparó furtivamente hacia su hermana, la que le asiste en la venta. Y el resultado de ese intercambio de miradas fue: pudor, silencio cerrado, una tumba. Mierda, pensé, esto es como una trama estipenkiniana, ojalá y hoy pueda regresar a mi casa sin consecuencias extrañas.

Finalmente me rendí y decidí vender mi alma al diablo, me fui a una librería comercial y descubrí la espantosa realidad: un libro de King nuevo, en Nicaragua no baja de veinte dólares. Moraleja: el desdén me dio una enorme bofetada.

 

(continuará, tal vez)


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